La semana pasada tuve una reunión en Valencia y parece que es costumbre en mi empresa que estos viajes se escoja el vagón del silencio. En esos vagones no se puede hablar, no se oye nada. Entiendo que, quizás, para las personas que se pasan todo el día en un tren de aquí para allá tenga cierto sentido pero ¿para el resto?. Iba acompañada de un compañero de trabajo con el que podría estar trabajando durante el trayecto o simplemente charlando, pero no podemos porque hay que estar en silencio. Soy de las que piensa que una buena conversación e incluso escuchar una buena conversación ajena no tiene precio. Supongo, por la proporción de ese tipo de vagones en el tren, que la mayoría pensamos lo mismo.

silencio

Recuerdo un tren con el que iba con una buena amiga camino de la despedida de otra buena amiga. Estuvimos charlando sin parar todo el trayecto, contándonos nuestras cosas, hablando de niños, de libros, de tonterías,… lo pasamos estupendo y el trayecto se hizo cortísimo. No recuerdo si fue en la estación de llegada o en una parada intermedia que una abuelilla nos paró y nos dijo: “Qué bien me lo he pasado. Qué alegría escucharos, con toda esa vida que vivís. Seguid disfrutando así de la vida!” Algunos pensaréis que qué hacía esa señora escuchando punto por punto nuestra conversación, a mí (y a mi amiga) nos dio igual y si ya veníamos contentas, este comentario nos plantó la sonrisa en la cara durante el resto del día.

Recuerdo otro en el que iba con el Moreno bien pequeño, no creo que llegara a los dos años, tampoco recuerdo a dónde íbamos. Lo que sí recuerdo es que íbamos jugando, cantando, el iba tan entretenido y estaba super simpático. Había dos personas detrás de nosotros, no sé deciros la edad y me dijeron: “¿puede hacer que el niño se calle?”. No me acuerdo lo que les dije (porque estoy segura que mi pronto me pudo) pero ahora que sé lo de los vagones del silencio tengo claro lo que les diría.

Ventanilla-de-Tren

Veo la sombra del tren en el campo. Somos el primer vagón. No me gusta.

No soy yo persona de grandes supersticiones pero indudablemente esa sombra me lleva al Alvia de Galicia. ¿Cuánta gente como yo iba en ese tren? ¿Cuánta como yo en aquel otro tren camino de una despedida o con su pequeño jugando? ¡Qué pena! ¡Cuántas familias destrozadas! Y es que la vida es así. De repente, en un momento, se acaba. No hay tiempo que perder. Las lágrimas para cuando vengan pero no para regodearte en ellas.

Al final acabamos a los 15 minutos en el vagón cafetería, donde no paramos de hablar hasta que llegamos. A la vuelta también teníamos el vagón del silencio, era la hora de la siesta y decidimos aprovechar la circunstancia y entornar un rato los ojos. No hay mal que por bien no venga.

Un placer. Como siempre.